Un día, Tom, el pastor,
paseaba por el campo con su perro. Todo el terreno estaba lleno de
arbustos iguales, medio secos. De repente, escuchó un ruido extraño; era como
si alguien estuviese dando grandes sorbos. Intrigado se acercó al lugar del que
procedían esos sonidos. Y… ¿A quién creéis que vio sentado sobre una piedra? … A un duendecillo vestido con un abrigo de
piel de cabra y un sombreo con una pluma que daba grandes sorbos a una botella
de leche.
Todo contento, Tom pensó: “¡Qué suerte!” “La leyenda dice que
los duendecillos esconden sus tesoros en la tierra. Si yo atrapo a este, me
haría rico.”
Sin perder un instante, el pastor se abalanzó sobre el
duende, lo agarró fuertemente de la barba y le dijo así:
-
Dime dónde has escondido tu tesoro.
-
¡Déjame! ¡Déjame!
-
NO, no, no. Si te dejo, te escaparás. Enséñame
primero dónde escondes tu tesoro; luego, te dejaré marchar.
El pobre duende se vio obligado a obedecer. Así que condujo
a Tom hasta la ladera de la colina. Allí le mostró un arbusto, exactamente
igual que los otros, y le dijo a Tom:
-
Justo debajo de este arbusto se encuentra
enterrado mi tesoro.
-
¿Es verdad lo que me estás diciendo?
-
Verdad de la buena. Sabes bien que nosotros, los
duendes, no podemos mentir; si no, nos convertiríamos en gigantes deformes.
-
Eso es cierto –reconoció Tom
Contentísimo el pastor, rebuscó en sus bolsillos y encontró
un trocito de lana roja que ató al arbusto que el duende le había indicado.
Después, le dijo al duende:
-
Voy a buscar un pico y una pala. Júrame que no
vas a tocar el arbusto ni el trocito de lana.
-
Cruz de madera, cruz de hierro, yo lo juro, yo
lo prometo.
-
Entonces, te dejo en libertad –dijo Tom. Y se
marchó corriendo a su casa para buscar el pico y la pala que le iban a ayudar a
desenterrar el tesoro. Por el camino iba gritando: “Dentro de nada ,seré rico” “Qué
guay” “Dentro de nada seré rico”
¡El pobre! ¡Si hubiera sabido lo que le esperaba!
Mientras gritaba feliz, el duende había cogido una madeja de
lana y había atado un trocito a cada uno
de los arbustos del terreno. Se marchó a su casa diciendo:
-
Bueno, yo no he mentido. No me voy a convertir
en un gigante feo, pero cuando el pastor vuelva, se va a llevar una gran
sorpresa. ¡Jajajajajaja!
En efecto, en el momento en el que el pobre Tom se acercó al
lugar con su pico y su pala, no podía creer lo que le mostraban sus ojos: Todos
los arbustos del campo lucían una hebra de lana roja. Así era imposible
averiguar dónde se encontraba escondido el tesoro de aquel duendecillo. Y
colorín, colorado…
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